Un sueño estrafalio


El día nublado se cernía sobre nuestros hombros cuando llegamos al salón.
Habían sido unas semanas muy largas dado a la urgencia de por fin darnos un chapuzón en la piscina, pero ahora con la amenaza de la lluvia nuestros planes se han ido al traste. Los padres de N discuten en el asiento trasero respecto a lo que podemos hacer a continuación, se había rentado un espacio muy bonito y ya varios invitados habían llegado, por lo que cancelar la fiesta no era opción. Medio incómodos atravesamos la puerta de entrada y fue en ese momento que me detuve a ver mejor el lugar, había cierto aire de familiaridad que me encogía el estómago. El edificio en el que se había construido el presente salo de fiestas con alberca incluida fue en su momento una escuela primaria privada, se podía ver en sus paredes recién pintadas como quedaban vestigios de lo que alguna vez fueron murales coloridos. El estómago se me revolvió al recordar aquellos días en que mis compañeros de clases hacían burla de mi nula inteligencia emocional. Con vergüenza me excusé para ir a los sanitarios, los cuales estaban al fondo de todo el lugar, esquinados a la izquierda, como si un callejón oculto se tratase: paredes oscuras, puertas de hierro pesado cuya pintura rojiza tiene grietas que revelan la verdadera apariencia de aquellas. No tengo que ver mucho para darme cuenta de que son las mismas puertas que estuvieron desde un principio, una capa de pintura no es suficiente para cubrir la realidad. Con ese pensamiento cuento hasta tres para atravesar el umbral y una vez dentro el asombro que siento no podría describirlo con palabras: las paredes están cargadas de sarro, los lavamanos tienen manchas amarillas y espejos empañados y los váteres, ¡Dios santo! Es lo más asqueroso que pudiera contemplar: todos y cada uno de los que están ahí están sucios, llenos de óxido y tierra pegada en la base que provoca náuseas. Las ganas de desahogar mi vejiga siguen, por lo que apretando el abdomen empiezo a caminar con la esperanza de encontrar, aunque sea, un cuarto de baño lo suficientemente limpio como para aproximarme sin temor a recoger una infección. Deambulando por las dos hileras de cubículos, encuentro uno que cumple con mis bajas expectativas y sin pensarlo me adentro, no sin antes asegurarme que tiene, como mínimo, papel higiénico. Satisfecha de encontrarlo, cierro la puerta y hago lo mío. Durante ese desfogue fisiológico oigo pasos entrar al lugar, son muchos y pequeños: son los niños, amigos de los hijos de la hermana de N. Por alguna extraña razón que aún no consigo entender empecé a rezar porque aquellos diablillos no repararan en mi presencia e interrumpieran mi tarea. Afortunadamente, no lo hacen, al contrario, los infantes hablan entre ellos de cosas que apenas y consigo entender. Cuando salgo ellos siguen en lo suyo hasta que me ven acercarme a uno de los lavamanos, es ahí cuando una niña de cabello esponjoso y cobrizo me saluda con una sonrisa atrayendo la atención de los dos niños que la acompañan.

—Qué feo traje de baño tienes —dice ella con el cinismo característico de un infante.
 
 
Mi reacción al escucharla y entender que se trataba de una mocosa.

Yo solo atino a asentir concordando con su opinión: a contrario a mis costumbres, hoy decidí usar un bikini que deja al descubierto mi abdomen y una minúscula parte de mis glúteos, los cuales, gracias al sentido común que me iluminó, yacen cubiertos por un pareo de color verde. El resto de los niños secundan el comentario resaltando lo feo que se ve semejante indumentaria en mí, lo que empieza a abrir viejas heridas que merman la frágil autoestima que he construido a lo largo de los años. Sin decirles nada, pues, ¿qué se les puede decir a un trío de niños cuyos padres son más adinerados que uno y, por cliché que esto suene, demasiado ocupados como para educar a su descendencia? Reparo en salir del lugar huyendo de su cinismo. Al entrar en contacto con la luz de sol que consigue filtrarse por entre de las nubes me encuentro con N cuyo rostro preocupado revela todas las preguntas que su boca calla. Incapaz de contener más la incomodidad y el dolor que esos comentarios me hacen sentir, me abrazo a su brazo izquierdo y empezamos a caminar.
 
—Amor, ¿tengo ropa en tu casa? —consigo preguntar en un susurro mientras atravesamos la piscina en donde algunos adultos junto a sus niños disfrutan del agua, ajenos al clima.

—Sí, ¿por qué?

—Quisiera ir a cambiarme, ¿vamos?

N, titubeante ante las posibles represalias que nuestra ausencia podría traernos, termina aceptando a mi petición, pues, gracias a la casualidad, el salón de fiesta resulta estar a espaldas a la cuadra en donde yace la casa que está rentando en estos momentos. Presurosos, salimos del edificio, atravesamos la calle para adentrarnos a la cuadra de la colonia popular que nos rodea. Las casas pequeñas se alzan a nuestro alrededor como si nos estuvieran vigilando, atentas a cada uno de nuestros movimientos. Seguimos andando, doblamos a la derecha y atravesamos un pasillo recto que conecta ambos lados de la colonia y una vez ahí reparo que la casa de mi amado está en la esquina izquierda de esta cuadrilla, siendo justamente la casa que alguna vez perteneció a una persona importante para mí en el pasado. Sin detenerme a pensar en los recuerdos que aparecen en el fondo de mi cabeza, apresuro el paso. Bajamos la escalera del patio en conjunto en donde otros niños que jugaban a la pelota reparan en nuestra presencia con ojos curiosos. Los ignoramos. Apresurados abrimos la puerta del patio, y luego la principal en donde, una vez adentro, siento como si el tiempo se hubiese congelado en un momento específico en donde tenía una mejor amiga. 
    Lo primero que nos recibe es una mesa de comedor de cristal con sillas de cojines azules, las paredes blancas, casi grises, están decoradas con algunos cuadros de bandas y personas que no consigo identificar, a la izquierda de la puerta principal, medio ocultas, están las escaleras.
 
—Déjame revisar que no haya nadie —dice N mientras sube las escaleras.

Entretanto yo me aproximo al sofá, el cual está a poca distancia del comedor, separados por la línea invisible que dibuja el sofá más grande que yace de espaldas hacia nosotros, mirando hacia el televisor que reposa sobre un viejo mueble de color negro pegado a la pared. Estoy a punto de sentarme en él cuando algo llama mi atención:

—¡Por fin llegas, osito! —dice una voz femenina desde el segundo piso —¿Por qué tardaste tanto en regresar?
 
 
¿Osito? ¿Regresar? Mi mente repara en esas dos palabras mientras que mi corazón, extrañamente tranquilo, me dice que me acerque. Obediente me encamino hacia las escaleras y cuando estoy a punto de pisar el primer escalón… todo desaparece… dejándome sola en un vacío.
     Algo sacude mi cuerpo, un fuerte dolor de cabeza me abraza desvaneciéndome y despertando en mi habitual habitación en compañía de N y el espacio conocido que tanta paz me trae. Es aquí que reparo que todo lo que viví había sido solo un sueño… uno que delataba las viejas heridas que aún no terminan de cicatrizar.
 
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